Reflexiones

Qué criatura tan lastimosa es el hombre; nace con plena conciencia de su propia mortalidad, y por lo tanto se ve condenado a vivir durante toda su insignificante existencia temiendo a lo desconocido. Impulsado por la ambición, con frecuencia desperdicia los preciados momentos que posee. Haciendo caso omiso de su prójimo, se complace en exceso en su egoísta afán por conseguir fama y fortuna, y permite que lo seduzca el mal para llevar la desgracia a las personas que ama de verdad; su vida, tan frágil, siempre está pendiente de un hilo, al borde de una muerte cuya comprensión no le ha sido dada.

La muerte es la que lo iguala todo. Todo nuestro poder y nuestros deseos, todas nuestras esperanzas y nuestros anhelos terminan muriendo con nosotros, enterrados en la tumba. Ajenos a todo, viajamos de manera egoísta hacia el gran sueño, concediendo importancia a cosas que no la tienen, sólo para que en el momento más inoportuno nos recuerden lo frágil que es nuestra vida en realidad.

Como criaturas emocionales que somos, rezamos a un Dios de cuya existencia no tenemos pruebas, con una fe desenfrenada y diseñada meramente para mitigar nuestro primordial miedo a la muerte, mientras intentamos convencer a nuestro intelecto de que ha de existir otra vida en el más allá. Dios es misericordioso, Dios es justo, nos decimos, y entonces sucede lo impensable: un niño que se ahoga en una piscina, un conductor bebido que mata a un ser querido, una enfermedad que ataca a tu esposa.

¿Adónde va nuestra fe en esos casos? ¿Quién puede rezar a un Dios que nos roba a un ángel? ¿Qué plan divino puede justificar una acción tan abominable? ¿Fue un Dios misericordioso el que escogió golpear a Maria en lo mejor de la vida? ¿Fue un Dios justo el que quiso que se retorciera de dolor, que sufriera horriblemente hasta que Él por fin decidiera llevar a cabo la celestial tarea de apiadarse de su alma torturada?

¿Y qué decir de su esposo? ¿Qué clase de hombre sería yo si me hubiera limitado a no hacer nada y permitir que mi amada sufriera tanto?

Con un peso en el corazón, dejé que fueran pasando los días viendo cómo el cáncer arrastraba a Maria poco a poco hacia la tumba. Entonces, una noche, ella me miró con sus ojos hundidos, una criatura destrozada más viva que muerta, y me suplicó compasión.

¿Qué podía hacer yo? Dios la había abandonado, le había negado el más mínimo respiro en su incesante tortura. Yo me incliné, con el cuerpo temblando, y la besé por última vez rogando a un Dios cuya existencia ya cuestionábamos y maldecíamos los dos que me otorgara fuerzas. Apreté la almohada contra su rostro y extinguí su último aliento, sabiendo demasiado bien que estaba extinguiendo la llama misma de mi propia alma.

Una vez consumado el acto, giré la cabeza y descubrí a mi hijo, cómplice sin saberlo, que me miraba fijamente con aquellos ojos angelicales heredados de su madre.

¿Qué acto abominable acababa de cometer? ¿Qué valerosas palabras podía musitar yo para recuperar la inocencia perdida de aquel niño? Desprovisto de todo fingimiento, me quedé allí desnudo, como un padre débil y desconcertado, que insensatamente había condenado la psicología de su propio hijo cometiendo un acto que, tan sólo unos minutos antes, había juzgado como un gesto de humanidad y de falta de egoísmo.

Observé impotente cómo mi hijo huía de nuestra casa a la carrera y se perdía en la noche para desahogar su rabia.

Si hubiera tenido un arma en esos momentos, me habría volado la cabeza allí mismo sin pensarlo dos veces. Pero en lugar de eso caí de rodillas y rompí a llorar, maldiciendo a Dios y gritando su nombre en vano.

En un plazo inferior a un año, la existencia de mi familia se había transformado en una tragedia griega. ¿Había manipulado Dios aquel giro de los acontecimientos, o Él era solamente un espectador que observaba y aguardaba mientras su ángel caído manejaba nuestra vida como si fuera un diabólico marionetista?

Tal vez había sido Lucifer en persona, quise racionalizar en medio de mi dolor, porque ¿quién sino él podía haber golpeado así a mi esposa y haber manipulado tan hábilmente la secuencia de acontecimientos que tuvieron lugar a continuación? ¿De verdad creía yo en el demonio? En aquel momento... sí, o como mínimo en la presencia del mal personificado en una entidad con vida propia.

¿Puede tener entidad algo tan intangible como el mal? Mi torturada mente sopesó esa cuestión, concediéndome así un instante de alivio en mi aflicción. Si Dios era una entidad, ¿por qué no el demonio? ¿Podía existir el bien sin el mal? ¿Podía existir Dios sin el diablo? ¿Y quién engendró a quién? Porque es el miedo al mal lo que siempre ha alimentado a la región, no Dios.

Entonces se apoderó de mí el teólogo que llevo dentro. Miedo y religión, religión y miedo. Los dos están entrelazados históricamente, son los catalizadores de la mayoría de las atrocidades que ha cometido el ser humano. El miedo al mal alimenta la religión, la religión alimenta el odio, el odio alimenta el mal, y el mal alimenta el miedo entre las masas. Es un ciclo diabólico, y hemos jurado la partida con las cartas del Diablo.

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