En el principio VII
Muy por encima de las prisas absurdas de la ciudad, ÉL vigilaba, y esperaba. Había mucho que ver, como siempre, y ÉL no tenía prisa. Lo había hecho muchas veces, y lo haría de nuevo, por los siglos de los siglos. Ése era su destino. En este momento tenía que reflexionar sobre numerosas decisiones, y la única razón era reflexionar sobre ella hasta que la correcta se destacara con claridad. Y después, ÉL empezaría de nuevo, reuniría a los fieles, les otorgaría su milagro luminoso, y experimentaría una vez más el goce, el prodigio y el bienestar del dolor de ellos. Todo eso volvería a suceder. Era cuestión de esperar el momento perfecto. Y ÉL tenía todo el tiempo del mundo. Fin.