Entradas

El orgasmo femenino

Botones obedientes. El ritmo lento de la cremallera. Gracias que no piden permiso. Cierro los ojos. La mente en blanco. En rojo. No, mejor en negro. Puedo sentir cada centímetro de mi cuerpo. Un susurro al oído. Un beso en el cuello. Mi piel se pone en guardia. Un dedo repasa mis labios. Mi lengua investiga. Lo saborea. Zigzaguea húmedo hacia mis pezones. Los bordea. Los pellizca con suavidad. Adivino unos labios bajando por mi vientre, despacio, recreándose en mi ombligo. Posándose dulcemente sobre mis braguitas. Millones de partículas bullen dentro de mí. Un suave roce avanza por el interior de mi muslo. Cómplice de mis deseos se cuela entre mis piernas. Me acaricia. Me hace estremecer. Mi excitación se desborda. Muerdo mi labio inferior. Mis manos apresan las sabanas. Aprieto las nalgas. Suspiro entre cortada. Me entrego a la más bella agonía. Siento que voy a explotar. El blanco lo inunda todo. Solos escucho un lejano tic-t

Reflexiones

Qué criatura tan lastimosa es el hombre; nace con plena conciencia de su propia mortalidad, y por lo tanto se ve condenado a vivir durante toda su insignificante existencia temiendo a lo desconocido. Impulsado por la ambición, con frecuencia desperdicia los preciados momentos que posee. Haciendo caso omiso de su prójimo, se complace en exceso en su egoísta afán por conseguir fama y fortuna, y permite que lo seduzca el mal para llevar la desgracia a las personas que ama de verdad; su vida, tan frágil, siempre está pendiente de un hilo, al borde de una muerte cuya comprensión no le ha sido dada. La muerte es la que lo iguala todo. Todo nuestro poder y nuestros deseos, todas nuestras esperanzas y nuestros anhelos terminan muriendo con nosotros, enterrados en la tumba. Ajenos a todo, viajamos de manera egoísta hacia el gran sueño, concediendo importancia a cosas que no la tienen, sólo para que en el momento más inoportuno nos recuerden lo frágil que es nuestra vida en realidad. Como c

Todo Caduca

- Hola, Manu, qué tal. - Bien, Paco, bien. - Oye, ¿quieres saber que nunca había pensado sobre tu nombre? - ¿Y qué habrías de pensar? ¿Qué tiene de raro? - Nada, nada. No me refiero al Manuel sino al Manu . - Ya. ¿Pero qué le ves? No sé, siempre me llamaron así. -¿Siempre? - Sí, que yo recuerde. A ver, de pequeño me llamaban Manolito, luego me llamaron Manuel. Mi tío me llamaba Manolo... Pero a mí me gustó más lo de Manu. No sé, no sé cuándo empezaron a llamarme así. Debió de ser de chaval, los amigos. A mí me gustó, supongo, y hoy pues ya no se me ocurre que pueda llamarme de otro modo. - Es cuerioso. A mí me llaman Paco también, de niño me llamaban Paquito. En el trabajo, antes de jubilarme, me llamaban don Francisco, pero en general me llamaron Paco. A mi hijo también le llaman así, pero a mí nieto en cambio, que se llama Francisco también, le llaman Fran. Un poco como tú. - Manu y Fran son un poco distintos... - Me refiero a lo de usar los apócopes. - ¿Qué es eso del ap

Poema XX de Pablo Neruda

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos." El viento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso. En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. La bese tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería. ¡Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos! Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. ¡Qué importa que mi amor no pudiera guardarla! La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. Mi alma no se contenta con haberla perdido. Como para acercarla mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. La misma noche que

Oroitzen...?/¿Recuerdas...?

Era, fue y/o fuese y fuera, en fin, hubo sido (si es que, finalmente, fue) como un sueño. Yo estaba allí, si es que finalmente estaba, y La Voz, que es también El Corazón y Los Ojos, y mil cosas más que me apetecería seguir poniendo con Mayúsculas. La Playa nacía y yacía al final del ancho mar, o viceversa, que se agitaba débil y sabio pero en realidad poderoso, como, yo que sé, como la madre de la luna. Y nosotros dos esperábamos algo. Nosotros dos, cómo nos crecía aquella blanca parda cala más allá de los pies, como si la tuviéramos pegada. Esperábamos, quizás, que El Corazón, que es también La Luz, encontrara ese sitio de donde uno vuelve sin querer, porque llega antes de salir. Cerró los ojos. Cerró los ojos y me dijo que estaba oscuro. Le dije: ¿pero ves alguna lucecita? No, pero... está el mar, que no lo veo, pero... casi.

En el principio VII

Muy por encima de las prisas absurdas de la ciudad, ÉL vigilaba, y esperaba. Había mucho que ver, como siempre, y ÉL no tenía prisa. Lo había hecho muchas veces, y lo haría de nuevo, por los siglos de los siglos. Ése era su destino. En este momento tenía que reflexionar sobre numerosas decisiones, y la única razón era reflexionar sobre ella hasta que la correcta se destacara con claridad. Y después, ÉL empezaría de nuevo, reuniría a los fieles, les otorgaría su milagro luminoso, y experimentaría una vez más el goce, el prodigio y el bienestar del dolor de ellos. Todo eso volvería a suceder. Era cuestión de esperar el momento perfecto. Y ÉL tenía todo el tiempo del mundo. Fin.

En el principio VI

Las cosas estaban saliendo muy bien. Los nuevos anfitriones eran muy colaboradores. Empezaron a congregarse, y con un poco de persuasión se plegaron sin problemas a las directrices de ÉL sobre el comportamiento. Y construyeron grandes edificios de piedra para albergar a la progenie de ÉL, imaginaron complicadas ceremonias acompañadas de música para llevarlos al estado de trance, y colaboraron con tal entusiasmo, que durante un tiempo hubo demasiados. Si las cosas iban bien para los anfitriones, mataban algunos por pura gratitud. Si las cosas iban mal, mataban con la esperanza de que EL mejoraría la situación. Y todo cuanto necesitaba hacer ÉL era dejar que ocurriera. Y como gozaba de mucho tiempo libre, ÉL empezó a reflexionar sobre los resultados de sus reproducciones. Por primera vez, cuando se producía la hinchazón y el estallido, ÉL se ocupaba del recién nacido, lo calmaba, aplacaba sus temores y compartía su conciencia. Y el recién nacido reaccionaba con avidez gratificante y c